En un mundo perfectamente justo, donde todos obtuvieran en la vida lo que se merecieran, habría desigualdad, porque todos no son iguales. Por naturaleza o formación, por genética o cultura, las personas son distintas y toman distintas decisiones. Me parece que esta es una observación trivial y, sin embargo, tabú. Es también la fuente de errores constantes tanto de la izquierda como la derecha social, política y, sobre todo, económica.
En la izquierda se supone la igualdad de todos lo individuos—o de todos los grupos, más frecuentemente—y cualquier desigualdad en sus resultados es atribuida a algún -ismo: capitalismo, racismo, sexismo, colonialismo, neoliberalismo o casi cualquier palabra del diccionario que se pueda combinar con los adjetivos “estructural” o “sistémico” (digo casi porque, curiosamente, nunca mencionan al ismo con más víctimas que todos, que es el marxismo y sus derivados). Empiezan por el final utópico y calculan de ahí hacia atrás; si hay una diferencia en los resultados entre grupos, concluyen, hubo injusticia. Incluso cuando no hay una injusticia como tal—un robo o engaño, digamos—etiquetan al fruto del trabajo o el ingenio como un “privilegio”, y por lo tanto injusto por definición. Pero esto supone que los individuos y los grupos son, o deberían ser, iguales.
Por la derecha se parte de la misma premisa equivocada, pero se usa para llegar a la conclusión opuesta: si todos somos iguales y unos tienen éxito y otros no, pues es porque los últimos no se esforzaron lo suficiente o, generalmente en el contexto religioso, es parte del plan o de plano se lo merecen. “La gente es pobre porque quiere,” “yo logré X, Y y Z y nadie me ayudó,” y otros dichos similares son las conclusiones de este razonamiento falaz. Tanto para individuos o grupos (entiéndase, culturas) la culpa es de ellos por no echarle ganas. Pero esto supone que todos los individuos y grupos parten de condiciones iguales.
Por sí sola, la desigualdad no es ni buena ni mala. A veces sí es provocada por injusticias, pero entonces el problema son éstas, no la desigualdad. En otras ocasiones es un síntoma bienvenido de la virtud o el mérito de quien destaca respecto a los demás y no hay problema aparte del de la envidia. El asunto es que, salvo algunos pocos casos obvios, es sumamente difícil diagnosticar cuándo la desigualdad es justa o no, o en qué medida lo sería. Precisamente porque el mundo real es caótico y cualquier resultado individual o grupal es afectado por muchos factores, casi nunca puede determinarse bien a bien quién sí se merece lo que tiene.
Para empezar está la naturaleza de cada individuo: no todos son igualmente inteligentes, atléticos o atractivos, ni tienen el mismo temperamento. Nadie elige a sus padres, ni qué influencia genética particular heredará de cada uno. Ningún niño decidió ser un prodigio, ni tampoco ser víctima de abuso o desarrollar leucemia infantil. Nadie escoge ser un genio, del mismo modo que nadie escoge ser un psicópata o un pederasta. En lo externo, nadie elige ni su país de nacimiento, ni su historia, ni sus enemigos históricos—nadie escoge siquiera a dónde ir al kinder, caray—. Todos estos factores y más están fuera de las manos de todos, y vaya que importan. Si ibas a ser el próximo Einstein pero naciste en Siria en 2010, probablemente ya no fuiste nada. Incluso entre hermanos crecidos en el mismo hogar y con los mismos padres hay diferencias en intereses, aptitudes, temperamento y rendimiento.
Para complicar más las cosas, por el lado opuesto, sí hay gente que se esfuerza más que otra. Por más aptitud física que tienen los fenómenos del deporte moderno, por ejemplo, eso no quita que han entrenado horas diarias durante años. Uno puede tomar una muestra representativa de alumnos de cualquier estrato social, de cualquier escuela, de rendimiento inicialmente similar, seguirlos durante años y ver resultados distintos. Incluso entre gente que cuenta con la misma buena o mala fortuna “natural” hay diferencias que se deben en unas ocasiones a imprevistos de la vida pero, mucho más frecuente, a diferencias individuales en las decisiones que tomaron a conciencia—decisiones de las que no pueden culpar a nadie más que ellos mismos—. (Decimos en México que, de cada cien problemas que tienes, diez son por pendejo y los demás son por metiche.)
El liberalismo clásico resolvió parte de estos problemas proponiendo que la libertad individual fuera la máxima posible. Ninguna persona, ni mucho menos un gobierno o burócrata, tiene la capacidad de decidir qué se merecen o no los demás. Mientras no se coartara la libertad de los demás, cada quién sería capaz, en principio, de esforzarse y obtener para sí lo que pudiera y, sobre todo, de asociarse y cooperar—o no—con quien quisiera. Esto dejó desatendido, tanto en principio como en la práctica, el hecho de que no todos tienen las mismas capacidades para esforzarse, o no en condiciones parejas para todos.
Este segundo punto quedó cubierto, más o menos, por la socialdemocracia, en la que el éxito de la libertad individual económica se gravaría para financiar una serie de pólizas de seguro para quienes, por las razones que fueran, no tuvieran la capacidad de salir adelante. A esta red de pólizas de seguro se le conoce como seguridad social o estado de bienestar. En conjunto con el liberalismo, la fórmula es asegurarse de limitar qué tan bajo pueda caer uno, sin limitar qué tanto pueda subir.
Hasta ahora es lo mejor que se le ha ocurrido a la humanidad, a base de miles de pruebas y errores en distintas épocas. No es un sistema perfecto, pero ha producido, en los lugares donde se ha implementado, los mejores resultados que ha logrado la humanidad hasta ahora y por mucho. Los argumentos decisivos a favor de este sistema ya se tuvieron, con los golpes finales dados por gente como Hannah Arendt, Karl Popper, Friedrich Hayek, George Orwell y Alexander Solzhenitsyn y más, por limitarnos tan solo al siglo pasado. Ahora, además, tenemos ya los datos que respaldan esta conclusión:
No hay ninguna virtud intrínseca en la igualdad—ciertamente no en la igualdad de resultados, conocida como equidad—. Aunque la hubiera, no hay manera de lograrla sin hacerlo por medio de la tiranía. Un barco que se hunde y en el que se ahogan todos tiene un resultado igualitario. Si unas pocas personas saben nadar y sobreviven, eso es mejor y es, sin duda, un resultado desigual. Lo que hay que hacer no es amarrarles los brazos y sujetarles costales de piedra, sino asegurarse que más gente sepa nadar o, en su defecto, que haya suficientes salvavidas para los que no. Y es de suprema importancia, ante todo, asegurarse de que no lleguen cerca del timón ni del cuarto de máquinas quienes quieren hundir el barco y ahogarnos a todos.